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Discursos, ponencias y entrevistas
Sin título, sobre el desarrollo económico
alcanzado en México y los retos para la
nueva década
Manuel Espinosa Yglesias
Autor: Manuel Espinosa Yglesias
Tipo de documento: conferencia
Título: Sin título, sobre el desarrollo
económico alcanzado en México y
los retos para la nueva década
Fecha: 10 de abril de 1970
Lugar: Chihuahua, Chih.
Audiencia: reunión con ejecutivos de
ventas de Chihuahua
Clave de clasificación: II.A.3.a/1970-1
Caja: 38
Palabra clave: desarrollo económico,
proteccionismo, inflación, industrialización, desarrollo regional.
Agradezco profundamente al señor Leos Flores y a sus colaboradores la distinción
de invitarme a dirigir esta noche la palabra a tan distinguida concurrencia. Viajar a
Chihuahua, e ir palpando de cerca cómo este gigantesco Estado evoluciona social
y económicamente, siempre ha sido para mí motivo de gran interés. Mucho me
estimula, además, cambiar impresiones con sus gobernantes, con sus hombres
de negocios. Con las personas, en fin, que, como usted, llevan las riendas del
desarrollo chihuahuense.
Nuestro país esta viviendo años decisivos. Es la etapa crítica del tirón definitivo; cuando hay que reunirlo todo para el esfuerzo supremo. Si hay éxito,
tendremos a nuestro alcance el bienestar de los mexicanos. Si no, casi habría que
empezar de nuevo. Se habría perdido una oportunidad única.
Los años setenta, este decenio que acaba de empezar, son, a mi juicio el
periodo crucial para la economía mexicana. Es en este lapso cuando se decidirá
nuestro futuro.
Son bien pocos los precedentes, como éste. En 1920, México se encontraba
exangüe, casi en ruinas. Cincuenta años después se halla fuerte, encarrerado; listo
para alcanzar los niveles de vida de países que le llevan varios siglos de ventaja en
la lucha por desarrollarse. Creo que, en verdad, debemos sentirnos, si no satisfechos, si orgullosos.
Hemos cometido varios errores, claro está. Pero en la vida de los individuos,
como en la de las naciones, lo que cuenta es el saldo entre aciertos y fallas. No se
puede progresar sin error, puesto que sólo el que nada hace en nada se equivoca.
Es fácil, como lo hacen los profetas de la destrucción, señalar desaciertos, apuntar
deficiencias. Sin embargo, lo que en realidad cuenta es el balance general del país.
Creo que en esto, ni el inconforme más recalcitrante puede negarse a reconocer los avances. Los avances de la producción de bienes y servicios, del alfabetismo, de la salubridad. La mejoría y la expansión continuas de la infraestructura, del
capital básico. El desarrollo y el fortalecimiento de la clase media y de los grupos
empresariales. La eficiencia en aumento del gobierno y del sistema financiero. La
creciente significación internacional de nuestro país.
México no sólo ha mejorado. En muchos sentidos se ha convertido en modelo para otras naciones. En un ejemplo de lo que el tesón y el ingenio pueden lograr.
¿Carencias? Por supuesto que persisten – y por su puesto que angustian. Ni
los propios Estados Unidos, con toda su capacidad económica, han podido erradicar la pobreza y la ignorancia. Lo que nos diferencia del pasado es que hoy tenemos conciencia de ellas y estamos en mucha mejor posición para hacerles frente.
Hemos dejado ser, en gran medida, impotentes para resolver nuestros problemas.
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Sin título, sobre el desarrollo económico alcanzado en México y los retos para la nueva década
Manuel Espinosa Yglesias • 10 de abril de 1970
Esta nueva fuerza es, a mi juicio, la que debe servir de inspiración para modelar las políticas económicas que regirán durante este decenio crítico. Es urgente,
por ejemplo, atacar la desocupación y la subocupación que asolan a muchas zonas
de nuestra patria. Se debe promover una distribución racional de nuestra población. Es necesario efectuar una explotación más cabal de nuestros recursos.
Vale la pena, de hecho, plantearse varias interrogantes en relación con el
futuro. Se me ocurren algunas de las que en mi opinión revisten actualmente
más trascendencia. Por ejemplo, hasta ahora muchas de nuestras industrias han
progresado al amparo de la protección que el gobierno les ha concedido la competencia de productos del exterior. Con ese se ha ampliado la planta industrial y
ha aumentado la ocupación, pero a costa del consumidor, por cuanto a que los
precios internos han sido sensiblemente más elevados.
¿Debe continuarse por este camino? ¿No sería mejor aprovechar primero
los campos de actividad en los que si podemos tener precios competitivos y que
todavía ofrecen un enorme potencial?
El proteccionismo industrial es un tema que suscita controversias de todo tipo.
Lo cierto es que el hombre de empresa rápidamente se habitúa al sistema y pronto
le cuesta trabajo prescindir de su ayuda. Sin embargo, el costo local a veces es exagerado. No hace mucho leí en un estudio en un estudio del Banco Mundial que en
los países atrasados produjeron en 1965 automóviles y partes por un valor de 800
millones de dólares a los precios internacionales, pero que esto tuvo un costo local
de manufactura de 2,100 millones de dólares. Es decir, por el afán de industrializar
a cualquier costo, los países en desarrollo literalmente desperdiciaron en 1965 cerca de 1300 millones de dólares, son también los elevados costos de transporte que
provocan los altos precios de los automóviles y camiones producidos localmente.
Y esto, afecta a toda la economía: desde el campesino, quien no solo tiene
que pagar más porque le lleven sus productos a los mercados, sino que por los altos costos de transporte tienen que hacer desembolsos mayores para comprar los
pocos productos que le permite su exiguo poder de compra, hasta al habitante de
las ciudades, a quien le cuesta más el taxi o el autobús urbano. El impacto inflacionario, dada la relevancia de los servicios de transporte, se generaliza rápidamente
por todo el sistema económico, y, como sucede en todo proceso de inflación, es
el pobre el que resulta más perjudicado. La industrialización mal planeada, por
tanto, se ensaña con el débil, con el que más aliento merece.
Esto sucede, no solo en la industria automotriz. Pasa lo mismo en otras
muchas, y a veces la diferencia de costo es más dramático. Se ha estimado en un
trabajo que se presentó recientemente ante la Décima Reunión de la Asamblea
de Gobernadores del Banco Interamericano de Desarrollo que, en Argentina, el
tractor producido localmente cuesta siete veces más que el importado.
¿Es concebible que con estos costos el agricultor pueda exportar? ¿No resulta
entonces que la industrialización forzada, antes de promover la exportación, la
entorpece? ¿No sería conveniente, por tanto, revisar las políticas de los países
subdesarrollados en este sentido?
El problema sería menor si sobraron los recursos, sobre todo de capital. Pero
no es así. Con frecuencia, el proteccionismo provoca que se abandonen explotaciones que tendrían una productividad más alta. Esto ha pasado en México con
actividades como el turismo, la minería, la pesca y la industria forestal, para citar
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Manuel Espinosa Yglesias • 10 de abril de 1970
sólo las más conocidas. Actividades en las que podemos competir con ventaja con
el extranjero y que no entrañan sacrificio alguno por parte del consumidor.
El desperdicio de capitales, combinado con la proverbial insuficiencia que
de ellos persiste en los países subdesarrollados, comúnmente obliga a depender
en mayor grado de capital extranjero. De otra suerte habría que bajar el ritmo de
desarrollo.
En otras palabras, mientras más independiente se quiera ser del capital
extranjero, más cuidado se tiene que poner en lograr un aprovechamiento óptimo
del escaso capital local disponible. Lo que se puede tener es desperdicio de capitales, poca ayuda del exterior y un ritmo alto de crecimiento económico.
Si se logra un aprovechamiento cada vez mejor de los capitales, esto casi
por fuerza tiene que desarrollar a las economías de provincia. Chihuahua, por
ejemplo, tiene, entre otras cosas, madera, un enorme potencial frutícola, recursos
mineros, una vasta riqueza ganadera, posibilidades turísticas y bastante agricultura. Querétaro tiene agua y una estupenda ubicación. Tamaulipas, gas y petróleo. Sinaloa, pesca. Yucatán, lugares de gran atractivo turístico, henequén y miel.
Zacatecas, minería.
Cada Estado, en fin, tiene algo. Algo en lo que destaca; que le permite producir con eficiencia, aprovechando los recursos que ofrecen. Algo que contribuye, de
un modo u otro, al progreso nacional.
La provincia puede y debe desarrollarse más. Pero no artificialmente y con
desperdicio. A veces me angustia el localismo exagerado que he podido advertir en varias partes del país. Da la impresión de que es determinado Estado en
especial lo único que cuenta; la nación, no. Se erigen en pequeña escala, barreras
de diversos tipos; alcabalas, impuestos discriminatorios, actitudes absurdas de
rechazo al capital de otros Estados. Hay, por ejemplo, problemas de miel entre
Yucatán y Campeche. Obstáculos para el intercambio de carne entre Sonora y
Baja California, y de huevo y aves entre Sonora y Sinaloa. En ocasiones, como ha
sucedido en Veracruz y en Jalisco, entre otros, se teme y se desalienta la inversión
de capitales provenientes de otros Estados.
Al final, se obtiene un resultado lamentable.
Siempre me ha extrañado el hecho de que estamos empeñados en formar
un mercado común con otros países, a pesar de que en lo interno todavía no lo
hayamos logrado. En más de un sentido, en México falta cohesión, falta armonía
entre los diferentes Estados. Creo en el localismo, como también creo en el nacionalismo. Pero creo en ellos cuando están bien encaminados: cuando sirven para
beneficiar a las mayorías.
Es mi opinión, por tanto, que el desarrollo de la provincia, para que sea sano,
tiene que estar fincado en lo que, dentro de un marco de estricta eficiencia, ofrece
cada Estado. Esto permitiría reducir al mínimo el gasto y elevar al máximo la productividad, lo cual constituye la esencia misma del crecimiento económico.
Además, al menos en las etapas iniciales, el desarrollo no tiene forzosamente
que estar basado en la industria. Nueva Zelanda, con su lana, su mantequilla y
sus carneros, y Dinamarca, con sus productos lácteos y su tocino, han alcanzado
niveles muy altos de desenvolvimiento, sin haber tenido que basar su desarrollo
inicial en la industria. Pero, en cambio, son productores sumamente eficientes
de materias primas y son ellas las que les permiten abastecerse de los artículos
industriales que año con año precisan.
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Para ello, no obstante, el gobierno debe crear la infraestructura necesaria. Sin
carreteras y electricidad, por ejemplo, el enorme potencial frutícula y maderero
de la sierra de Chihuahua no podría aprovecharse. Lo mismo que sucede con las
posibilidades turísticas de la península yucateca, o la minería de Sonora.
Este debe ser el camino para muchas regiones de nuestra provincia. Con la colaboración del gobierno y del sector privado, utilizar lo mejor posible los recursos
disponibles. Solo así podremos hacer un uso adecuado de los recursos nacionales.
Hay varios otros planteamientos que pueden hacerse en la actualidad. Uno de
los más fascinantes es el de las funciones que en nuestro desarrollo futuro le tocaría desempeñar al gobierno, por un lado, y al sector privado, por el otro. Conviene
asomarse a este tema, aunque sea someramente.
Si bien reconozco y acepto que el Estado tiene en el presente un papel mucho
más importante que en el siglo pasado, sigo siendo un convencido de la libertad
y de las bondades de la economía de mercado. Lográndose la mezcla adecuada,
estoy cierto de que no hay sistema que lo supere en lo que respecta a la eficiencia.
La economía de mercado es inmisericorde con la empresa que no cumple:
sencillamente desaparece. Quien cobra precios exagerados o no saca a la venta lo
que el consumidor desea, tarde o temprano paga su pecado con la quiebra. Esto,
aunque lamentablemente para la compañía involucrada, es muy sano para el país
en general. Es la forma de quitarse focos de infección y fuentes de desperdicio. Es
precisamente lo que mantiene a la economía trabajando con eficiencia.
En ocasiones, sin embargo, el gobierno no lo ha creído así y para proteger lo
que con frecuencia es una pequeña fuente de trabajo, ha impedido que la empresa
enferma desaparezca, adquiriéndola en propiedad.
Este procedimiento que, como lo demuestran los seis últimos años de gobierno, no esta siendo utilizado con menos frecuencia, tienen varias desventajas.
Ante todo, implica que se sacrifiquen recursos oficiales que deberían promover
beneficios más generalizados. En segundo lugar, impide que se castigue la ineficiencia, con lo cuál la economía sufre. En tercero, hace que el empresario privado
se vuelva menos responsable, pues sabe que eventualmente, a pesar de todos sus
errores, puede contar con que el gobierno lo sacará del aprieto.
Estoy persuadido de que no hay motivo para que el Estado siga ampliando su
radio de acción como empresario. En todo lo que no es infraestructura el sector
privado puede cumplir adecuadamente, como ya lo ha demostrado en los últimos
años, con una inversión en ascenso continuo.
Tenemos enormes necesidades de infraestructura. No vale la pena que se
mermen los escasos recursos disponibles para reforzar nuestro capital básico,
destinándolos a campos que pueden ser atendidos suficiente y eficientemente por
la empresa privada.
En realidad, creo que el gobierno debería procurar –como lo ha venido
haciendo hasta ahora- reforzar al empresario privado. Somos, por mucho, los que
más impuestos pagamos. Nuestros gastos en formación de capital son los más
importantes y los más dinámicos. Hemos probado que podemos dar ocupación
productiva a millones de mexicanos.
Se ha demostrado, en suma, que estamos para servir a México.
Ante este panorama, a veces me pregunto si no sería conveniente pensar en
ir relajando la multitud de controles y taxativas que en muchos casos ahogan el
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Manuel Espinosa Yglesias • 10 de abril de 1970
funcionamiento de la empresa privada. Controles de precios, por ejemplo, que las
más de las veces lo único que hacen es disminuir la inversión productiva y el pago
de impuestos. Restricciones de inversión. Engorrosos trámites para desahogar
casi cualquier asunto.
La regulación excesiva de la operación del sector privado, además de ser por
lo común poco efectiva, requiere de gente preparada para llevarla a la práctica,
tanto en el sector público, como el privado. En un país en el que éste es uno de los
elementos más escasos, es en verdad una lástima que esas personas no se estén
aprovechando en tareas de mayor rendimiento nacional. Podría ser una fuente
significativa de riqueza adicional.
Una excesiva reglamentación se asemeja en muchos sentidos al socialismo. Para eliminarla, como dijo hace relativamente poco un distinguido profesor
norteamericano, habría que convencer a dos grupos distintos: por un lado, a los
hombres de empresa que se han acostumbrado al paternalismo estatal; por el otro,
a los intelectuales. Sucede que, normalmente, esos hombres de empresa quieren
la libre empresa para los demás y el socialismo para ellos mismos; en tanto que
los intelectuales quieren el socialismo para todos los demás y la libre empresa
para ellos mismos.
Entre esas tenazas nos encontramos.